Soledad

Tenia los ojos negros y profundos como la noche que se pierde en la misma noche. Su cabello, unos rulos infinitos que resposaban sobre sus hombros, como el cielo en su mirada. Solía hablar dibujando una sonrisa entrecortada, y se desplomaba en el sillón del living con mi guitarra. Pulsaba de a una las cuerdas mientras canturreaba alguna melodía que se le había impregnado, sin querer, en las calles o alguna esquina. Soledad era su nombre. Soledad sus manos y su cuerpo.
Soledad no se acostumbraba a no estar sola. La agobiaban los horarios y las excusas, las explicaciones y los mates fríos. Fumaba muchisimo, y consumía miles de vidas en cada bocanada. Escribía. Lloraba mucho y se reía aún mas. Soledad era como una mañana de enero, entre las ocho y diez de la mañana. La amaba cuando encendía el dia con sus primeras palabras, y recorría la casa dando golpecitos con sus dedos en cada sitio, como tanteando timidamente cada objeto.
Despeinada casi todo el tiempo, Soledad se olvidaba de todo cuanto podía, de los relojes y de las hornallas encendidas, de los compromisos y de las fechas de los cumpleaños. Tenia la costumbre de bautizar cada cosa, de nombrar todo a su antojo, y se le ocurrían infinitas combinaciones de nombres ridículos y graciosos.
El verano quedó suspendido en su espalda aquella tarde, y en los hombros reposaron sus cabellos rizados y los últimos mechones de sol.
De vez en cuando regresa entre las ocho y diez de la mañana, y la casa y yo volvemos a nombrarla con infinitos nombres e instantes.