La Isla de Luna (Ultima Parte)

La mañana me despertó con un sol radiante y un par de tareas que me esperaban en el garaje de la casa. Pasé toda la jornada pensando en Luna y por momentos espiaba la casa de los ancianos esperando verla bajar las escaleras, o regresar con los mandados del día. Nada de eso pasó. Sin embargo, la cita de la tarde en el muelle me mantuvo tranquilo y apaciguó en cierta medida la ansiedad que hasta mi madre supo adivinar en mí.


Poco me cautivaron los relatos de mi padre de cuanto había hecho en el centro ese día, y los mates de mi madre curiosamente se me antojaron lavados y fríos. Sigilosamente me fui escabullendo como si estuviese por hacer algo prohibido y emprendí el camino hacia el muelle, jurando que el día anterior el trayecto había sido más corto. Finalmente, una vez allí, mis ojos recorrieron velozmente el sitio sin ver señales de Luna. Pero sin embargo ahí estaba, sentada en mi piedra, observándome desde lejos y con una mueca burlona en el rostro. Esa fue quizás la tarde mas hermosa que disfrutaría desde ese día en adelante con Luna. Mirábamos el mar y ella me contaba de su Isla mientras yo la observaba fascinado. Me contó también que sus abuelos estaban delicados y que al final del verano los llevarían a un centro para ancianos muy lejos de allí. Yo le hablaba de la ciudad, de las cosas que quedaron atrás, y a veces me parecía aburrirla con mis historias y entonces le preguntaba de su Isla. Y la mirada se le encendía, y movía las manos haciendo grandes esfuerzos por describirme la grandiosidad de los paisajes, cascadas y bosques que poblaban la Isla, su Isla.


Después de mi primer encuentro con Luna, los días en el pueblo parecieron renovarse y ya no me molestaban las tareas del hogar, y pasaban días enteros en los que no pensaba en la ciudad ni la extrañaba. Luna lograba sorprenderme todas las tardes apareciéndose en lugares inesperados, y entonces me tomaba de la mano y corríamos por la playa, tomábamos sol hasta más no poder y charlábamos de mil cosas al mismo tiempo. Nos divertíamos como locos y, por supuesto, nos hicimos muy amigos. Hacia el final de la tarde, cuando contemplábamos nacer la noche, y yo me perdía en el silencio de su compañía y ella solo pensaba en su Isla, sólo hacia el final de la tarde lograba descubrir en ella esa mirada triste y melancólica que me decía que debía ir a cuidar a sus abuelos. La misma mirada que conocí al principio, y con la que me despedía todas y cada una de las tardes.


Una mañana de sábado en la que decidimos ir a investigar un viejo barco encallado al otro lado del muelle, mientras corríamos tropezamos y yo caí encima de ella. Sin querer mis labios rozaron los suyos y nos quedamos mirándonos fijamente unos segundos hasta que ella me apartó con toda prisa. Echados de espaldas en la arena bajo la inmensidad de un sol que nos regalaba sus últimos rayos de verano, Luna me contó que en unos días más vendrían a buscar a sus abuelos y que ella se marcharía a su Isla y ya no regresaría. El tiempo se detuvo y todo se derrumbaba a mis ojos de solo pensar en la idea de no ver más a Luna. Le dije que la iría a visitar a su Isla, que me la podría enseñar ella misma. Se incorporó dándome la espalda y me dijo que no, que no lo haga. Luna me confesó que nadie era capaz de aventurarse en la Isla sin su permiso. Me advirtió que nunca lo intente, que las olas que rompen sobre los acantilados rompen también el alma, y que las tormentas que en ocasiones azotan la isla, son capaces de desatar huracanes en el corazón.


Ella debía regresar a su Isla. Se acababa el tiempo y sus abuelos debían marcharse pronto. De regreso a casa lamenté profundamente lo que había sucedido, y lamente mucho más aún el hecho de no poder hacer nada para retener allí a Luna. Una vez más, como todas las tardes se despidió de mí con aquella mirada que yo muy bien conocía. Me dio un beso en la mejilla y se fue.

Pasaron varios días en que no supe nada de ella. La busqué en el muelle y en la casa de los abuelos. Al parecer no había nadie, y nadie sabía nada de ellos en el pueblo. Mi madre hablaba con mi padre murmurando y ambos demostraban estar muy preocupados por mi. Me veían muy triste y abandonado. Recorrí los sitios a donde solía ir con Luna y siempre terminaba en el muelle, imaginando su Isla y lo feliz que sería estando allí con ella. El verano terminó.


Un día de abril el pueblo amaneció azotado por una impresionante tormenta de lluvia y viento. Asustado por los golpes que el fuerte viento le propiciaba a la casa me levanté. Pude oír a mi madre sacando el agua que se colaba por las ventanas y moviendo todos los muebles fuera de su lugar. El mar estaba muy agitado y las olas parecían querer devorarlo todo a su paso. Subí al ático para ver desde más alto la tormenta y sorprendentemente pude divisar en el muelle la figura de una mujer. Y juré que era Luna. Bajé a toda prisa y salí corriendo ante la mirada atónita de mi madre. Llegué al muelle completamente empapado y no encontré a nadie. Estábamos solos, el muelle, yo y el mar. Los gritos de mi madre me arrebataron de aquel estado inmóvil y regresé sin más a la casa convencido de que había visto a Luna. Los comentarios en el pueblo fueron contundentes. La tormenta de la historia.


El tiempo pasó. La vida en la ciudad se fue recomponiendo y todo volvió a la normalidad. Decidimos entonces poner en venta la vieja casona y volver a nuestras vidas lejos del pueblo. Me despedí de cada rincón con el recuerdo de Luna permanentemente a mi lado, y lloré en ese muelle como nunca lo volví a hacer en mi vida.


Unos años después, ya en la universidad, encontré tirada bajo la puerta una carta que me pareció muy extraña y que por su aspecto supuse que había sido escrita hace varios años. Abrí rápidamente el sobre y las primeras líneas me dejaron sin respiración: -"Querido Miguel: Soy Luna…"-. En la carta Luna me contó que la había escrito justo después de que nos despidiéramos esa tarde de sábado. Que estaba muy enferma y los médicos le habían dicho que le quedaban pocos días de vida, quizás antes de que finalice aquel verano. Que sus abuelos la cuidaban y que cuando caía la noche sufría terribles dolores que le impedían moverse. También me contó que después de la última vez que nos vimos su condición empeoró y entonces decidió no esperar al final del verano, y que emprendería el viaje a su Isla cuando el mar estuviera lo suficientemente revuelto como para llevarla. Luna finalizó su carta agradeciéndome eternamente mi amistad y diciéndome que quizás algún día nos encontraríamos en su Isla. Entendí entonces que aquel faro que contemplé durante muchas tardes le había servido a Luna para salvarla del sufrimiento de su enfermedad, como nos sirvió a nosotros para seguirlo en aquellos años hasta aquel pueblito con mar y montañas.

7 comentarios:

BeLén dijo...

Qué historia tan hermosa, Eduardo... preferí esperar a que estuviera terminada para leer cada una de sus partes porque soy demasiado ansiosa y me iba a costar esperar... jaja
Te felicito por la creatividad para contarla , por tu capacidad de darle ese final tan único y triste pero lleno de un amor sano y mágico.
Se vendrá el segundo? esperemos...

Saludos!

claudia paredes dijo...

Edu, no sé qué pasa que la plantilla no me permite seguir tu blog. Soy sólo yo?

Bel. B dijo...

EXCELENTE!!!!!!!!!!!!
Me encantó!

Eduardo Roldán dijo...

Clau...ni idea la verdad que puede pasar!!
Bel..muchas gracias!
Besos a ambas!!

Anónimo dijo...

Bellisimo Edu,sos un grande!espero la cerveza!

Dani

Pau Tiebas dijo...

Inexplicablemente tierno, te felicito.
Te quiero mucho...
besos amigo

Eduardo Roldán dijo...

Gracias Pau!
Te quiero mucho...
Besos amiga!