La Isla de Luna (Segunda Parte)

De a poco la vida del pueblo nos fue sumergiendo en su letargo y en el desfile de días que parecían dormidos. Mi madre se entretenía confeccionando todo tipo de utensilios caseros que terminaban adornando las alacenas, y lugares estratégicos visualmente hablando para el deleite de las visitas. Visitas que nunca venían. Pero ella lo disfrutaba, y yo con una mezcla de lástima y otra cosa que no puedo describir también disfrutaba viéndola distribuir su colección de cajitas decoradas con caracoles que recogía en sus paseos por la playa, destinadas a guardar vaya a saber uno qué cosa.

Cuando mi padre regresaba de sus ocupaciones en el centro compartía una o dos anécdotas mientras enterraba sus pies en la arena a modo de relajación, y nosotros lo observábamos ubicados en la escalera de entrada de la casa. Mi madre cebaba unos mates, y detrás, el cuadro que ofrecía el paisaje se iba pintando de anaranjado a medida que el sol pedía permiso y se acurrucaba entre las montañas, como cuando de niño en las noches de tormenta desaparecía debajo de los acolchados. Yo los dejaba charlando de sus cosas y me iba hasta el precario muelle de piedras desde donde zarpaban los botes de pesca y me sentaba a observar los cálidos destellos púrpuras que se dibujaban en el agua hasta que todo se bañaba de un color azul profundo, y se podía divisar a lo lejos la luz del faro. Siempre me pregunté si fue esa luz la que nos llevo hasta ese lugar a mí y a mi familia.

Desde la ciudad de vez en cuando, junto con el dinero del negocio, nos llegaban decenas de malas noticias. Gente que conocíamos totalmente en la ruina, desesperados y cometiendo todo tipo de locuras. La crisis se hacia cada vez más aplastante, y el golpe se comenzaba a sentir en todos lados. La gente del pueblo lo comentaba en voz baja, y en ocasiones no se permitía hablar de ello. Creían era un buena manera de alejarse de los problemas, y a pesar de todo daba resultado. Algunos nos miraban con desconfianza como creyéndonos presagios de maldiciones venideras. Pero en general los habitantes del pueblo eran muy amables. Y nosotros tampoco estábamos en condiciones de sentirnos ofendidos.

Una de las tantas tardes de mates en la escalera, anécdotas, y pies de mi padre en la arena, caminé hasta el muelle a admirar el atardecer. Me senté en la misma piedra que parecía hasta tener mi forma y contemplé en silencio como moría la tarde ahogada en la profundidad del mar junto a viejos galeones y tesoros olvidados. Creía encontrarme solo, pero en el otro extremo del muelle se dibujaba la figura de una mujer que al sentir mis ojos posados en ella giro lentamente y me regaló una sonrisa tímida, pero que hubiese bastado para encender el ocaso con millones de luces fosforescentes. Automáticamente los destellos violáceos y la luz del faro pasaron a importarme poco y nada. Me acerqué hasta ella y la saludé en voz baja. Volvió a mirarme y me dijo que me había observado todas las tardes que estuve ahí desde la ventana del segundo piso de la casa de mis vecinos. Le pregunté si le gustaba mirar el atardecer y me confesó que en realidad venia hasta aquí para sentirse mas cerca de su Isla. A la cual señaló dibujando una línea imaginaria que se perdía allá lejos donde el cielo se disfraza de mar, y el mar se convierte en cielo. –“Me llamo Luna”- me dijo. –“¿Y vos?”- Y yo me hubiese podido llamar de la manera que a ella se le antojase, para mi no tenía importancia. -“Mi nombre es Miguel”-. –“Te veo aquí mañana, Miguel. Debo ir con mis abuelos”-. Deduje que era la nieta de mis vecinos. Muchas otras posibilidades no tenía.

Esa noche dormí con el recuerdo de su sonrisa y la promesa de vernos al día siguiente en el muelle. Luna debía tener una par de años más que yo. Su mirada me pareció algo triste y melancólica, pero envuelta en una belleza indescriptible y tal vez arrogante. Y pensé que quizás su belleza estaba en la arrogancia de las finas líneas de su rostro, y en el dibujo de sus pómulos exactos, y en la forma en la que sus ojos reflejaban la magia de la tarde de aquel pueblito con mar y montañas.

3 comentarios:

claudia paredes dijo...

QUé bonito, Edu!. Tengo un viaje pendiente al Titicaca para conocer las islas del Sol y la Luna. Apuesto que cuando lo haga recordaré este post.

Anónimo dijo...

sin palabras....hermosisimo....! Besos muchos

º º Mel º º

Eduardo Roldán dijo...

Claudia, espero ver fotos de esas islas. A ver si se parecen a la mia.
Saludos!

Mel, muchas gracias!! Su crítica es siempre muy bienvenida!!
Muchos besos...