Los cuentos de Ignacio

A pesar de su pose histriónica e inconfundiblemente burda, Ignacio nunca lograba convencer a la barra de amigos del bar de sus proezas y éxitos alcanzados en materia de conquistas amorosas. Más de una vez, y ante la mirada atónita y burlona de los parroquianos, Ignacio trastabillaba en su discurso pisando palabras unas con otras, acción que indefectiblemente dotaba a su exposición de poca veracidad, y la estructura del relato se perdía, sin más, en introducciones que debían ser desenlaces, y nudos que se colaban al principio. Sin embargo, sus anécdotas por alguna razón, conseguían acaparar la atención de los comensales, y entre tragos de whisky y vodka, Ignacio derramaba los hechos sobre las coquetas mesitas del bar, decoradas con alguna que otra colilla mal apagada.

Los visitantes del afamado bolichito, en distintas ocasiones habían oído una y mil historias acerca de Ignacio, y la mayoría de ellos, por no decir casi todos, que al fin y al cabo es lo mismo, no soportaba la idea de que aquella personita desvencijada que los cautivaba cada noche con aventuras que terminaban en aposentos ridículos y malolientes, fuera justamente aquella personita desvencijada. La cuestión es que Ignacio disfrutaba sobremanera de toda aquella puesta en escena.

Sospechosamente, su presencia en el bar todas y cada una de las jornadas, cultivaría mas tarde la idea, por demás fundamentada y generalizada, de que Ignacio, simple y llanamente, no contaba con el tiempo y el espacio suficiente para vivenciar aquellas experiencias que orgulloso se adjudicaba.

A altas horas de la madrugada, cuando el alcohol ya ni siquiera quemaba la garganta, y algunos, con menos suerte, yacían perdidos a punto de resbalar en el filo del vaso, Ignacio tropezaba con su mentira. Y se escapaba del laberinto de sus palabras mal pronunciadas, arrastradas de habérselas bebido en el último sorbo de vodka, para reposar unos minutos en un cigarro que pintaba ser cubano, pero ni eso.

Se comentaba en el pueblo que, como un salvavidas misterioso de la lengua, como un sobreviviente del naufragio de sus palabras, Ignacio resurgía de cada historia que parecía acabarse como la última colilla y futura decoración de alguna mesita, con un estrepitoso y movilizador: “…Por H o por B…”, y la aventura florecía en nuevas posibilidades de culminación, que en realidad era una sola, la que estaba más próxima y al alcance de su mano. Nadie sabía lo que aquella frase significaba, pero todos reconocían el impulso que el relato tomaba desde allí. No importaba su origen ni su razón de ser. Lo indiscutiblemente importante, a los ojos y oídos de los espectadores, era lo que seguía a continuación.

El imaginario lo incorporó como propio, y mutiló de a poco la insinuante catapulta de su pronunciación en el relato, a otros hechos menos significativos de la vida y de la lengua. Era el arte de Ignacio, el “Por H o por B” que se convertía en los primeros auxilios del cuento a punto de fallecer. El sin razón que exigía el esfuerzo cómplice de la fantasía revitalizadora. Renacer, para morir más tarde en un aposento ridículo y maloliente, bajo la mirada atónita y burlona de los amigos del bar. Para morir como este texto en un “Por H o por B” sin final, porque ya está perdido desde el principio.

2 comentarios:

claudia paredes dijo...

Por Hache o por Be. Dos personajes.

Eduardo Roldán dijo...

Claudia...hacia mucho que no te dabas una vuelta!. Pudieron haber sido dos personajes. Seguro que tarde o temprano lo fueron.