La Isla de Luna. (Primera Parte)

La mañana en la que vi por última vez a Luna el pueblo se deshizo en inmensas lágrimas de lluvia como nunca antes había sucedido. Muchos de los pobladores que ya habían olvidado la cantidad de años que vivían allí lo juraron sin dudarlo. Algunos paseaban rostros desencajados mientras observaban los ríos de agua que sepultaban las calles y veredas con torrentes de todo tipo de desechos que se acumulaban caprichosamente en las puertas de las casas y almacenes. Otros simplemente esperaron pacientes, como es costumbre hacerlo en los pueblos, a que el agua desapareciera. Fue un amanecer de abril, y fue la última vez que vi a Luna.


Hacía poco que nos habíamos mudado a aquel lugar, empujados por la crisis que azotó a gran parte de la población que habitaba en las ciudades. Con mejor suerte que otros, o no, mi padre pudo comprar una vieja casona en un pueblo con mar y montañas, cuyos antiguos dueños habían abandonado unos cuantos años antes. Tristemente desvencijada, como todas las cosas que se abandonan, la casa estaba ubicada en la playa, y casi al final del horizonte uno podía ver cómo las montañas jugaban con las olas. Habíamos llevado todo lo que teníamos, y de a poco fuimos arreglando la casa y dejándola por lo menos, habitable.


Mi padre, que a todo esto, había acordado un envío de dinero mensual por parte de un amigo que se resistió a dejar la ciudad y que se haría cargo del negocio de mi familia hasta que la crisis finalmente lo aniquilara, consiguió un trabajo en el pueblo en cuanto pudo. Había muchas deudas que saldar y el arreglo de la casa dejó las finanzas familiares tanto o más desprolijas que nuestra nueva casa apenas llegamos. Por mi parte, las clases no empezarían hasta fines del verano, por lo tanto mi continua presencia en la casa era la mejor excusa de mi madre para endilgarme todo tipo de tareas y menesteres. Lo que más disfrutaba era ir al centro a hacer compras para los últimos detalles de la casa, ya que me permitía recorrer sus callecitas y eso hacía que por momentos no extrañe tanto la ciudad.


Mientras mi padre trabajaba yo ayudaba a mi madre en el hogar y por la tarde, en general, me iba hasta el centro y buscaba lo necesario para el día siguiente. Las noches eran muy tranquilas. Casi no teníamos vecinos. Solo una pareja de ancianos a varios pasos de nuestra casa con los cuales crucé un saludo esa misma tarde en el centro. A decir verdad saludé a mucha gente, es que en los pueblos la gente tiene la sana costumbre de saludar a diestra y siniestra, pero en especial recuerdo a mis vecinos. Quizás también al relojero, y al policía. Si. Al policía creo que también. De a poco me fui familiarizando con los rostros y era sorprendente la precisión con la que cada tarde estaban en el mismo sitio que el día anterior. O tal vez yo hacia el mismo recorrido todas las tardes. No me lo había preguntado hasta ahora.


Las horas pasaban lentas, y a propósito, los quehaceres hogareños se extendían aún más de lo que en mi opinión era necesario. Al principio fue una tarea imposible convencer a mi madre de que junto a los trastos viejos, en la ciudad también supimos dejar esa sensación de que siempre llegamos tarde a todos lados y a las corridas. Para mi madre igualmente fue difícil darme un par de buenas razones para hacerme nuevos amigos. Es que hasta ella se percataba de que no las había. En mis paseos por el pueblo me sobraban los dedos de las manos para contar los jóvenes de mí edad con los que me encontraba.

2 comentarios:

Anónimo dijo...

Muy bueno Edu!!!....espero la segunda parte "yapido"...realmente me gustó mucho...

Muchos besos

Mel

Eduardo Roldán dijo...

Gracias!! Se viene la segundiiita!
Besos muchos Mel...