Una postal de Lima

Habíamos arreglado encontrarnos a un par de cuadras de una plaza situada en el centro del turístico distrito de Miraflores. Pasé a buscar al amigo limeño Roger y mientras charlábamos sobre cuestiones sin trascendencia nos encontramos con Cécile, una francesa que Roger me había presentado días atrás y que no hacía mucho había regresado de Cusco. 
Conservo muchísimas postales de mi breve estadía en Perú, pero ésta, inexplicablemente, es la primera que se me vino a la memoria. 
Tomamos un taxi. Un auto lujoso, de esos que parecen mitad barco mitad auto, generoso en dimensiones. Luego de que Roger acordara el precio del viaje nos embarcamos hacia El Callao a degustar, según se mencionó durante el viaje, el mejor ceviche de todo Perú. Mientras conversaba con Cécil en un castellano lento y pausado, Roger hacia lo propio con el chofer. 
Miraflores fue quedando atrás, al mismo tiempo que el aroma a salitre empezaba a colarse por la ventana. A mi izquierda la figura de Cécil desparramada sobre el asiento, que era lo más semajente a un diván, se confundia con el azul intenso del mar que cortaba de un golpe seco la ruta. Era un mediodía de febrero y el sol brillaba incandescente en lo alto del cielo de Lima.
Luego de girar a la derecha y abandonar la vía costera, nos introdujimos en una calle ancha que ascendía hacia una hilera de casitas bajas y de construcciones lineales y poco sofisticadas. Paulatinamente el paisaje fue cambiando hasta convertirse en un cuadro costumbrista. Una barriada humilde de la periferia de Lima. Para los que la vemos de afuera y como turistas, iguales a todas. Parecida a muchisimas tantas en Argentina y en tantos otros rincones de Latinoamérica.
Pude sospechar en Roger una creciente inquietud, contagiosa. Cécil, sin percatarse de aquella atmósfera, jugaba con unas monedas mientras hablaba de cosas que en este momento no recuerdo. Afuera las personas seguían con sus vidas mientras numerosos niños combatian el calor en piletas de lona curiosamente ubicadas en las veredas y sobre el cordón de la calle. 
El chofer nos conducía por lo que parecía ser la calle principal del barrio mientras hablaba de personajes vernáculos con extensos prontuarios. Roger asentía en actitud cómplice mientras subía el vidrio de la ventanilla con una lentitud que reflejaba una urgencia reprimida. Cécil jugaba sin borrar la sonrisa de su rostro.
Yo observaba todo aquello con impaciencia. El cuadro arrojaba pinceladas color marrón y óxido sobre las casas y las personas. El sol brillaba más aún sobre las calles de El Callao y en los torsos desnudos de quienes las habitaban, que en cualquier otro lado.
Un par de minutos después el aire húmedo del mar se filtró nuevamente por la ventanilla del lado que ocupaba Cécil, quien no había atinado a levantarla durante todo el trayecto. El Callao comenzó diluirse en el parabrisas trasero. Descendimos del taxi y caminamos por una coqueta senda en cuyo extremo izquierdo se levantaban edificios elegantes de color pastel. Encaramos hacia La Punta, un accidente geográfico de igual forma que se adentraba en el mar y giramos hacia el sector de comedores y restaurantes. La Caleta nos esperaba, acogedora, sencillamente acogedora. 
Me enamoré del ceviche mas sabroso de Perú y de la simpleza de aquella gente que hacía desfilar en nuestra mesa una caravana de colores y sabores. A mi alrededor la siesta adormecía las horas en hamacas de sal marina y en brumosas almohadas del Pacífico.

2 comentarios:

Anónimo dijo...

QUe lindo, me gusto leer esto ya que me incentiva, y me calma un poco la ansiedad que tengo porque llegue el 15 de enero, fecha para la que tengo pasajes a Lima =)
y nunca he ido!

Cristian Ochoteco dijo...

Ah, al final no te pasó nada! Me hiciste asustar, tonto...

Al final te fue muy chévere jaja! Espero que el Roy no te haya sugerido nada con sus palabras tan poco argentinas.

Abraxo pa.

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