La conoció una mañana de invierno. Una fría mañana de sábado en la que escuchó por primera su voz, entre el aullido del tráfico que se colaba en el abrir y cerrar de la puerta de aquel bar. Intentó llamar su atención pidiendo al mozo algo que seguramente no le apetecía y en un francés muy mal pronunciado. No sé. Algo que, quizás, fue lo primero que se le cruzó por la cabeza, y olvidó por completo sus anotaciones y dibujos del cuadernito que lo acompañaba a todos lados desde hacia un par de meses. Es que había descubierto que lo enamoraban las páginas que nacían en ese bar cada sábado, las letras que surgían inevitablemente de observar aquello que lo rodeaba.
Por alguna razón, cuando la vio entrar, escribió al pie de la hoja una frase que no comprendió y que le despertaba un misterio indescriptible. Sin embargo, propiriéndole un sorbo a su taza de café, decidió no darle demasiada importancia.
Se dedicó por otro lado a posar sus ojos en ella. Su estadía en Francia había logrado cautivarlo por completo, hasta el punto en que empezó a olvidar su pronto regreso a Argentina. Los seis meses se habían extinguido velozmente, pensó.
Una nueva frase dibujada en la hoja lo sorprendió sobremanera. Se dijo a si mismo que seria perfecta para ella. Que quizás le gustaría, y si era afortunado tal vez ella le regalase una sonrisa.
Se acercó sintiendo el peso de las dudas y, pidiendo disculpas adecuadamente, le obsequió el pedacito de papel en el que había escrito aquella frase. Y no dijo más.
Ella, desconcertada, la leyó y en su rostro brillaron mil soles. Con una sonrisa lo invito a sentarse y la mañana del sábado se detuvo en una mesita para dos en aquel bar de París.
Decidieron emborracharse aquel día para festejar el encuentro, y descorcharon muchas botellas y algunos besos. Y ya nadie supo de ellos, ni de su regreso a la Argentina.

1 comentario:

BLUEKITTY dijo...

¡Qué hermoso relato! Así dan ganas de viajar, lejos... bien lejos.

Saluditos.